Curia provincial: Jenaro Sanjinés #777, La Paz, Bolivia

Ignacio de Loyola y los cinco votos del Cónclave

07/05/2025

conclave

Este episodio singular, tan ignorado como revelador, lo encontramos en el libro Relatos ignacianos. Hablan los testigos, editado por Miguel Lop Sebastià, SJ, y que publicó el sello Mensajero. Allí se recoge un testimonio transmitido por el padre Laínez a Pedro de Ribadeneira, donde se afirma que Ignacio de Loyola recibió cinco votos para ser elegido papa en el cónclave que culminó con la elección de Julio III. El dato, breve y casi escondido, es de esos que iluminan más por lo que insinúan que por lo que proclaman.

A veces, la historia insinúa lo que el protagonista calla. No lo grita, ni lo celebra. Lo deja ahí, como un susurro de Dios en medio de las grandes gestas humanas. Uno de esos susurros se produjo en 1550, durante uno de los cónclaves más largos y enconados del siglo XVI. Fue el que eligió al papa Julio III. Y en aquel encierro de 70 días, donde los cardenales intentaban cerrar el paso al poder ajeno y abrirlo al Espíritu —como en toda elección pontificia—, Ignacio de Loyola recibió cinco votos para ser papa.

No fue elegido, desde luego. Ni lo habría permitido. Pero el dato ha sobrevivido al tiempo no porque tuviera valor político, sino porque tiene un valor espiritual. Nos lo transmite Pedro de Ribadeneira en los Hechos del P. Ignacio, quien lo recoge de boca del propio Diego Laínez. Este último, testigo directo de los años fundacionales de la Compañía, se lo contó el 19 de mayo de 1555, y Ribadeneira lo anotó con cuidado, añadiendo un detalle aún más revelador: cuando Laínez preguntó a Ignacio si era cierto que había recibido aquellos votos, Ignacio guardó silencio. Pero, escribe, «de tal manera el rubor impregnó su rostro… que la misma vergüenza y el cambio de la faz lo manifestaban suficientemente».

El silencio de Ignacio no fue evasión. Fue fidelidad. No era un silencio táctico, sino teológico. No lo movía la conveniencia, sino la convicción de que su camino no pasaba por la dignidad eclesiástica, y menos aún por la cumbre de la Iglesia romana. Años antes, en París, había pronunciado un voto explícito de no aceptar dignidades. Lo había repetido en Roma, y sus compañeros lo sabían. En él, no era modestia ni falsa humildad: era discernimiento. La misma claridad con la que supo que Jerusalén no era su lugar, ni el eremitismo, ni el púlpito de una catedral. Era el fundador de una Compañía en marcha, y nada más.

Los cinco votos fueron una declaración no buscada. Evidentemente, Ignacio no había hecho campaña, ni cultivado amistades poderosas, ni se había dejado ver entre los grandes. Sin embargo, al menos cinco cardenales pensaron que aquel hombre vasco, callado y radicalmente fiel al Evangelio, debía estar al frente de la Iglesia. Esos cinco nombres no nos han llegado. Pero el gesto sí. Y dice más que una lista.

Aquél cónclave de 1549–1550 tuvo algo de novela negra vaticana. Duró dos meses y medio. La muerte de Pablo III dejó una silla de Pedro muy disputada entre imperialistas, franceses e italianos. Las tensiones entre Carlos V y Enrique II se colaron hasta el último voto. Las cartas cruzaban Europa con instrucciones precisas. La política se respiraba más que la oración. Y aun así, el Espíritu, tozudo, insistía.

Finalmente, el 7 de febrero de 1550, Giovanni Maria Ciocchi del Monte fue elegido como Julio III. Era hombre de consenso, y había presidido sesiones del Concilio de Trento. Nadie lo celebró con mucho entusiasmo, pero todos lo aceptaron. Fue el resultado de muchas renuncias y de una sola victoria: que la Iglesia seguía adelante, herida pero viva.

En ese contexto, los cinco votos a Ignacio resultan aún más sorprendentes. Porque en una asamblea dominada por diplomáticos, príncipes y grandes próceres, apareció el nombre de un hombre sin rostro político. Sin cargos eclesiásticos, sin diócesis, sin palacio. Pero con algo que algunos ya intuyeron como decisivo: un alma guiada por el Espíritu.

Hay un dato que suele olvidarse. Cuando sus compañeros lo eligieron primer superior general de la Compañía de Jesús, Ignacio tampoco quiso aceptar. Se resistió. Pidió que se repitiera la votación. Finalmente, tras varios días de oración y consulta, y por obediencia espiritual, aceptó. Pero esa resistencia era verdadera. Ignacio nunca se buscó a sí mismo en lo que hacía.

Por eso los cinco votos tienen una fuerza simbólica tan honda. Porque, en cierto modo, son el reconocimiento de una Iglesia que sabe —aunque a veces tarde— ver a los que no se presentan. Ignacio representaba un modelo eclesial muy distinto al de la corte romana. No era un clérigo cortesano, sino un peregrino con reglas. No buscaba ser cabeza de la Iglesia, sino servidor de Cristo en todo.

Hay silencios que dicen más que un discurso. Cuando Laínez, con la familiaridad de los años y la confianza de los que han combatido juntos, le preguntó directamente si era cierto, Ignacio no respondió con palabras. Lo hizo con su rostro, con su rubor, con su negativa a hablar de sí mismo. Y eso, en un mundo donde todos pelean por contar su historia, sigue siendo un signo.

Cinco votos. Un silencio. Y una lección de libertad.

_Fuente: Grupo de Comunicación Loyola